Por Diego Rabasa | @drabasa
Estado de calamidad pública en Río de Janeiro
¿Tenemos derechos de disfrutar unos Juegos que han sido impuestos a una población cuya resilencia pende de un hilo?
El ciclo olímpico de Río de Janeiro comenzó en el 2009, cuando el Comité Olímpico Internacional le asignó a la célebre ciudad brasileña la organización de los Juegos. Un par de noches antes del anuncio, cuenta el periodista Jon Lee Anderson en una crónica publicada en The New Yorker, una sangrienta disputa entre dos cárteles por el dominio de la favela Morro dos Macacos terminó con 21 personas muertas y un helicóptero de la policía derribado. Más rápido, más alto, más fuerte, tiene una connotación totalmente distinta en los barrios bravos de Río de Janeiro y los organizadores de la justa comienzan a entenderlo con el pebetero a días de transformarse en tea.
Para la población brasileña esto no es ninguna sorpresa, huelga decirlo. Una encuesta reciente realizada por la casa encuestadora más prestigiosa de aquel país, el Instituto Datafolha, señala que 2 de cada 3 brasileños rechazan las Olimpiadas. El descontento campa en todos los sectores de la población: obreros, médicos, maestros, policías, la sociedad civil en general. Un artículo publicado por el New York Times, consigna que en una manifestación para protestar en contra del desvío de fondos usualmente destinados a la seguridad hacia las arcas olímpicas, llevada a cabo por policías cariocas a las afueras del aeropuerto, podían leerse letreros, sostenidos por los uniformados, con la leyenda en inglés “Welcome to Hell”.
El mismo artículo hace un recuento de las dimensiones del infierno al que aluden los policías: sólo 50 días antes de la inauguración, el estado de Río de Janeiro decretó un “Estado de calamidad pública”: una especie de estado de excepción que usualmente se activa después de terremotos, durante revueltas sociales o inundaciones catastróficas; sólo este año 76 personas han sido heridas por balas perdidas —21 de ellas murieron— en zonas cerca de recintos olímpicos, y apenas hace unas semanas un comando armado con rifles de asalto y granadas de mano irrumpió en el hospital público más grande de la ciudad para liberar a un capo de la droga. (Una lección para los malhumorados, Peña dixit, que piensan que Morelia, Torreón, Ciudad Juárez, Acapulco, Cuernavaca, Xalapa, Ciudad Victoria, Durango, Guanajuato, Ecatepec, et. al., no serían ciudades dignas de albergar el espíritu de la llama olímpica.) Esto, por no hablar de que al parecer corren más peligro los veleristas al caerse al agua en la bahía de Guanabara que los valientes que se preparan sus cubas campechanas con agua de los canales de Xochimilco.
En La nueva lucha de clases. Los refugiados y el terror, Slavoj Žižek ubica en la reciente oleada de terror europea las consecuencias de una lucha de clases en la que varios de los colonizados, pauperizados y oprimidos pueblos de África y Asia, han implosionado después de siglos de explotación criminal por parte de los paladines de la democracia, la libertad y las buenas maneras occidentales. Es fácil realizar una extrapolación hacia el caso americano: el estado fallido que campa en buena parte del territorio mexicano y, para volver al tema que nos ocupa, en Brasil y más específicamente en Río de Janeiro, tiene todo que ver con una lucha de clases en la que amplios segmentos de los de abajo han optado por dejar los neo-grilletes e intercambiarlos por cuernos de chivo, granadas de mano y, en los casos más sofisticados, batería anti-aérea como aquella que derribó un helicóptero de la policía carioca en el 2009. Hoy más que nunca, y en escenarios como las Olimpiadas, Zygmunt Bauman podría constatar aquella división que proyectó hace ya varios años de las población humana entre turistas y vagabundos: los expectadores de los Juegos Olímpicos podrán hacerse selfies con habitantes de la favelas, con suerte toparse a algún obsecado atleta nipón persiguiendo a Pikachú por las costas de Copacabana, mientras los brasileños, enjaulados al interior de un gobierno ilegítimo, azotados por el fantasma de la aplanadora neoliberal que vuelve con denuedo por el terreno perdido, verán con zozobra el dispendioso gasto público, esforzado en generar condiciones propicias para que los paseantes puedan disfrutar de las maravillas locales, como por ejemplo, la elevada prostitución infantil.
En este contexto, atender las competencias se convierte en una especie de dilema moral. El viejo conflicto postholocausto (toda proporción guardada, por supuesto): Derridá piensa que la poesía debe ser proscrita del mundo, Paul Celán escribe poesía en la lengua de los asesinos de sus padres y abuelos para liberar la lengua, la palabra y la belleza del horror (“El camino de horas anduvo lo que dije. El camino de horas anduvo lo que callé. Anduvo y anduviste, por lo infinito anduviste, hacia adelante y hacia atrás, hacia ninguna parte, hacia la palabra, hacia allí.”). ¿Tenemos derechos de disfrutar unos Juegos que han sido impuestos a una población cuya resilencia pende de un hilo? ¿Podemos respaldar esa obcecada narrativa que enarbola el progreso humano a partir de la potencia de los deportistas y las aplicaciones de los teléfonos móviles? ¿Tienen algo que ofrecernos las Olimpiadas más allá de servir como “estrategia de activación” para grandes corporaciones? El eco de estas preguntas impregnará todas las competencias…
Nostalgia de la muerte: apuntes de la delegación mexica
Hace unos días el colega Rodrigo Márquez Tizano habló en su columna de Falsos Extremos acerca de la idea del expectador distante de Bertold Brecht y de cómo, la incapacidad que tenemos para identificarnos, digamos con el cuerpo ebúrneo y perfecto, de ese muñeco de aparador Nike que es Usain Bolt, nos complica la otrora fácil tarea de la idolatría olímpica. Nuestra trágica vocación por el Concacaf way of life tiene sus desdichas, lo habremos de saber los feligreses del balompié, pero tiene también sus ventajas: uno se siente más próximo al semblante de nuestros atletas, digamos, que al de esos proto-hombres y mujeres adictos al metal olímpico. Varios de los columnistas de esta histórica e inovlidable sección podrían fácilmente engrosar, nunca mejor dicho, las filas del combinado judoca. Estamos, varios, a tiro de una dieta sin gluten de, digamos, Vanessa Zambotti, lo cual revive la tímida esperanza del goce nacional.
¿Qué esperar de la delegación mexicana? Ya se habló también en esta sección del insulso sobrevalor que tiene el triunfo. Acaso podemos esperar que algún atleta mexicano supere el Bernardo Segura-gate y nos haga sentir orgullosos por esa insuperable capacidad mexica por atropellar incluso la más física de las realidades. Es una pena, eso sí, que habiendo tantos criminales carismáticos en nuestro país, hayan elegido como jefe del olimpismo mexica al ex comisionado Castillo: uno de los más impresentables y siniestros de todos. Un augurio, sin duda, poco prometedor.
Pd: Dice Ricardo Piglia que la razón por la que aquella máxima aristotélica que sugiere que la literatura es más honesta que la historia, radica en que la primera ofrece contexto mientras que la segunda sólo brinda información. El contexto produce empatía y entendimiento humano. Para poder traspasar la “verdad histórica” del ilegítimo presidente Michel Temer de que Río de Janeiro será capaz de enamorar al mundo con sus veleidades, podemos recurrir a obras como la del brasileño Luiz Ruffato, cuya tetralogía Infierno provisorio sobre los éxodos rurales en Brasil hacia asentamientos suburbanos, muestra el duro y rapaz rostro de la pobreza que campa en la inmensa mayoría de los habitantes de aquel país. “Es una noche larga... que parece no acabarse nunca... nunca”, nos dice Ruffatto, veremos si la llama olímpica puede cumplir con la difícil tarea de ofrecer —por unos instantes— una merecida (aunque costosa) tregua, sobre todo, a los anfitriones de la justa.
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Diego Rabasa es Miembro del consejo editorial de Sexto Piso. Escribe regularmente para diversas publicaciones nacionales.