Por Guillermo Fadanelli | @gfadanelli
La mirada del niño y su amor por la gimnasia
Un niño cuenta cómo se enamoró de la gimnasia luego de ver a Vera Cáslavská y después a Nadia Comaneci.
“Claro —me dije, hace unos días—, siempre somos niños y luego nos morimos.” Casi no hay tiempo para nada más. Y recordé que hace muchos años, cuando todavía seguía siendo un niño —otro niño— era yo muy distraído. Resultaba difícil para mí poner atención en lo que sucedía a mi alrededor hasta que, de pronto, algo me seducía o me perturbaba, y entonces la mirada se apartaba del confuso todo para concentrarse en un algo que me conmovía. De inmediato nacía el asombro y luego el respeto hacia lo que había despertado mi admiración.
El origen y el significado de la palabra respeto (del latín respectus) tiene que ver con la atención prestada, la consideración, el volver a mirar. ¿Hacia dónde voy con todo esto? A un hecho sencillo de expresar: desde que era yo un niño de menor edad las gimnastas llamaron profundamente mi atención, casi hasta el grado del éxtasis. Después llegarían las bailarinas, pero primero fueron las gimnastas.
Ya mi madre me contaba como, arrobado, miraba a la checoslovaca Vera Cáslavská realizar sus ejercicios en la viga de equilibrio, en las barras asimétricas, en el piso y en el vital y afortunado escenario que fue para ella México, durante las olimpiadas de 1968. Yo no sabía de reglas, competencias ni de Juegos Olímpicos (como ahora), pero estaba seguro de que aquella mujer, bella y rebelde, causaba en mí extrañas y buenas sensaciones. He dicho rebelde, puesto que —y pese a haber venido a un México humillado y recién sobresaltado por la masacre de Tlatelolco— ella, la ganadora de medallas en todas las pruebas gimnásticas, se había pronunciado contra la tiranía soviética y había formado parte del movimiento contra la dictadura que fue conocida como la Primavera de Praga.
A causa de su oposición al gobierno debió pasar penurias y lamentos a la hora de esconderse de la dictadura y entrenarse para venir a la olimpiada mexicana. Vera estuvo cerca de escritores que exigieron libertad para la sociedad checa, desde Ludvík Vaculík hasta Václav Havel; sin embargo, yo no sabía nada de eso entonces y sólo ponía atención en aquellos movimientos gimnásticos que encarnaron uno de los primeros lenguajes de la belleza que descubrí en mi vida. Mucho tiempo después y cerca de los setenta años, Vera fue recluida en un hospital psiquiátrico. A riesgo de parecerles cursi permítanme decir que la belleza y la locura van casi siempre de la mano y, acaso, sólo la muerte se arriesga a intentar separarlas.
Confirmé mi pasión por las gimnastas en la adolescencia —aunque, claro, seguía siendo un niño— cuando en los Juegos Olímpicos de Montreal, en 1976, una jovencita rumana de 14 años y de signo escorpión, como yo, se apoderó de mi atención hasta el límite de la ignominia: Nadia Comaneci.
Yo continuaba sin tener ninguna idea de las reglas, técnicas, y demás minucias de esta disciplina deportiva; y ni siquiera me importaba que Comaneci hubiera logrado, por primera vez en la historia de las Olimpiadas, un 10 de puntuación en las barras asimétricas. Me gustaba, creo recordar, su rostro pálido, melancólico y eslavo, y el hecho de que lograra mantener en tan franco equilibrio la técnica y la gracia.
Esto lo escribo ahora, pero estoy seguro de que en ese entonces no había explicación que echara a perder las cosas y toda mi atención se inclinaba hacia la grácil figura de Nadia y hacia su intrigante sonrisa: lo contrario a Olga Kórbut, rival de Nadia y que cuatro años antes, en Munich, había causado asombro en el público a causa de su temperamento dramático. Yo la recuerdo, a Kórbut, constreñida y compacta, algo chaparra, y musculosa. Muchos años después y ya retirada de su deporte, Olga reveló que había sido víctima sexual de su entrenador y se quejó del acoso que las gimnastas rusas sufrían por parte de entrenadores y directivos de la potencia soviética.
¿Alguien ha escuchado una historia así? Todos. Parece ser que ello, el acoso a las jóvenes gimnastas, se tornó en una verdadera rutina olímpica.
Ante un paisaje, como sabemos, cada mirada se concentra en detalles diferentes. Los expertos y los legos no se detienen en los mismos hechos. El filósofo Josep M. Esquirol, escribió en su libro El respeto a la mirada atenta lo siguiente: “Como vivimos en la llamada sociedad del espectáculo convendrá que distingamos entre el asombro más auténtico y el asombro prefabricado mediante estrategias comerciales y en los espectáculos de masas”.
Es decepcionante que incluso nuestro asombro sea manipulado y que nuestra mirada sea obligada a orientarse en determinada dirección con el propósito de explotarla económicamente y lucrar a costa de ella. Y qué liberador resulta entregarse al asombro original. Mi pasión por las gimnastas fue genuino y personal, pero decreció con el tiempo. Después de Vera Cáslavská (la Milan Kundera de la gimnasia), mi diosa Nadia Comaneci, Olga Kórbut y Nellie Kim, las figuras de mis heroínas se fueron disipando en la distracción y ya Mary Lou Retton, Lilia Podkopayeva y la sonriente e ingenua Carly Rae Patterson no fueron más que sombras en mi imaginación y mi carácter disipados.
En el libro que recién acabo de citar se nos dice que “la mirada atenta no es precisamente la mirada insistente e indiscreta, sino más bien todo lo contrario, la que sabe mirar con discreción.” Claro, la que no hace daño, ni ofende. Yo me entregué, cuando era niño, otro niño, al asombro auténtico y al llamado de la belleza femenina que provenía de la gimnasia olímpica. Me olvidé de los detalles técnicos y de la manipulación mediática y me concentré en la pulsión que me despertaba la mirada inocente. Puse atención y por algunos momentos memorables dejé de ser distraído.
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Guillermo Fadanelli es Escritor. Algunas de sus obras son: El idealista y el perro (ensayo); Plegarias de un inquilino (crónica); ¿Te veré en el desayuno?; Malacara; Educar a los topos; Lodo; Hotel DF; Mis mujeres muertas (novelas); El hombre nacido en Danzig (novela). Fundador de la revista y editorial Moho. Autor de la columna Terlenka, en El Universal. Su epitafio dirá: "Se equivocó en todo."