Por Diego Rabasa | @drabasa
México y un espejo olímpico
"El desastre olímpico debe calar no motivado por desplantes de nacionalismo frívolo, sino por la forma que exhibe cómo está articulado el Estado".
El urbanista holandés Rem Koolhaas sostiene que las grandes ciudades del mundo están destinadas a transformarse en “ciudades genéricas”, según consigna el escritor mexicano Rubén Gallo en su ensayo “México D.F.: la ciudad y sus delirios”. El aeropuerto es el espacio que Koolhaas utiliza para ilustrar su teoría: con leves y cada vez más imperceptibles variaciones —unos más lujosos, otros más rústicos—, los grandes aeropuertos del mundo exhiben la meta global de orientar nuestras vidas a través de la despersonalización y el consumo. La misma disposición de espacios fríos, las mismas tiendas, etcétera.
René Girard ha planteado en diversas ocasiones que el deseo sin un tercero no existe. Dice Girard que el deseo es “una disposición continua de los seres humanos a imitarse recíprocamente en su calidad de rivales que compiten por el mismo objeto, en un círculo creciente de violencia”. No sólo los grandes instrumentos de propaganda norteamericanos (el cine, el deporte, etcétera) han conseguido concentrar el deseo alrededor de los productos y servicios en los que descansa el american way of life, ahora tenemos también las redes sociales como catalizador de este enfermo juego de espejos.
Más allá de parafernalia barata, los aeropuertos exhiben poco o nada de la cultura local de la ciudad en la que se encuentran. Extrapolado a los deportes, podemos observar este mismo fenómeno de homogeneización cultural en las disciplinas más rentables, como por ejemplo, en el fútbol.
Para efectos prácticos, los mejores futbolistas del mundo están repartidos en tres o cuatro ligas, desde muy jóvenes son cooptados por clubes europeos, viven vidas de mucho lujo y adoptan una manera de ser, de entender el deporte y hasta de peinarse, bastante similar.
La cantidad de dinero que genera el futbol explica el denuedo con el que las corporaciones siguen y perfilan las andanzas de dicho deporte. Salvo algunas excepciones, hoy en día no es fácil aprender algo de una cultura a partir del balompié.
Las olimpiadas suponen un fenómeno diferente. La menor rentabilidad de la mayoría de las disciplinas tiene como consecuencia un componente vernáculo mayor que, más allá de estreotipos superfluos y banales, puede servir como crisol para comprender algunos aspectos culturales, ideosincráticos y políticos de algunos países. Ofrezco un par de ejemplos.
China sólo envió atletas a los Juegos Olímpicos en cuatro ocasiones hasta 1952 (sin conseguir una sola presea), después fueron sometidos al ostracismo internacional durante las tres décadas del maoísmo y no fue sino hasta 1984 que ganaron su primera medalla de oro. En los olímpicos de Los Ángeles ganaron 15 oros (en parte por el boicot de la Unión Soviética y otros países de Europa del Este), en Seúl 5, en Barcelona 16, en Atlanta 16, en Sydney 28, en Atenas 32, en Beijing 51 (primer lugar del medallero), en Londres 38 y en Río tienen 13 a la mitad de las competencias.
Un artículo publicado por The Atlantic (“How China’s ‘Century of Humiliation’ Haunts its Quest for Olympic Glory”), explica que el ascenso deportivo fue orquestado desde los más altos círculos del poder gubernamental como punta de lanza de un proyecto de recuperación de la dignidad nacional. Es creencia común entre los chinos, que el esplendor milenario de aquella nación fue interrumpido por los violentos afanes imperiales de occidente, particularmente desde la primera guerra del opio a finales del siglo XIX.
Los Juegos Olímpicos fueron uno de los escaparates elegidos por los dirigentes chinos para romper el grillete occidental y pugnar por la supremacía del mundo. La impresionante “Historia visual de los países que han dominado las olimpiadas” realizada por el New York Times muestra que el ascenso chino en el deporte va exactamente de la mano con su creciente participación en el tablero geopolítico del mundo.
Kim Jong Un, líder ferreo norcoreano, manantial inagotable de memes, también ha usado el deporte como instrumento de propaganda pero a diferencia de los chinos, su mensaje está dirigido a los habitantes de su propio país más que al mundo. En el 2008, según se puede leer en un artículo del Washington Post, el periodista deportivo John Canzano quizo averiguar qué hacían los atletas olímpicos norcoreanos en su tiempo libre. La respuesta fue un paradigma de lo que es Norcorea: iban de sus cuartos en la villa olímpica a las salas de entrenamiento o competencia y de regreso porque no se les permite entrar en contacto con ninguna persona extranjera.
A diferencia de lo que sucede con otros regimenes totalitarios, la delegación norcoreana jamás ha tenido una deserción durante una competencia internacional. Esto a pesar del altísimo nivel de presión al que se ven sometidos los atletas de este país. Después de obtener una medalla de plata en halterofilia, Hong Un Jong se dijo decepcionado pues esperaba regresar a su patria como un héroe, estatus reservado únicamente para los medallistas de oro.
En ambos casos los atletas olímpicos son un reflejo del regimen de donde provienen.
Esto nos conduce irremediablemente a diseccionar bajo una óptica semejante la delegación olímpica mexicana. Más allá de las vituperantes y exhaustivas quejas y denuncias acerca de la galopante mediocridad de nuestros deportistas, lo importante es analizar la forma en la que la delegación está integrada. El dirigente de la máxima comisión nacional del deporte ejerce su despacho con despotismo, autoritarismo e incompetencia. Campan las denuncias de corrupción, de falta de apoyo, de falta de preparación y planes a largo plazo. Lo anterior pinta un mosaico de una delegación desarticulada y a la deriva que es un fiel reflejo del país.
Un querido amigo, siempre distinguido por su gran olfato, me compartió un artículo publicado por el El País que se sumerge en esa fascinante cantera de velocistas que es Jamaica. Con poquísimos recursos pero mucha determinación e inteligencia, Jamaica ha logrado un semillero que garantiza la extracción de medallistas olímpicos de forma permanente al tiempo que le ofrece a 300 mil atletas de alto rendimiento en su país la posibilidad de tener estudios universitarios, acceso a servicios médicos de primer nivel y una alimentación muy completa.
El atletismo jamaicano se ha transformado en una industria, en un catalizador social para cientos de miles de jóvenes en su mayoría provenientes de entornos de pobreza extrema y ha potenciado el turismo (uno de los bastiones económicos de la isla).
El deporte es una de las plataformas de desarrollo social más eficientes que existen. El desastre olímpico debe calar no motivado por desplantes de nacionalismo frívolo y ramplón, sino por la forma tan fiel en la que exhibe la espeluznante manera en la está articulado el Estado mexicano. Asediados por el horror, los mexicanos no necesitamos este recordatorio cada cuatro años para entenderlo. Un observador extranjero, en cambio, podría entender algo de las viscicitudes nacionales a partir del tenebroso despliegue de los atletas mexicas.
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Diego Rabasa es miembro del consejo editorial de Sexto Piso. Escribe regularmente para diversas publicaciones nacionales.