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    Ricardo Otero | Querido basquetbol

    La partida de Kobe Bryant nos recuerda el sueño de los aficionados al deporte.


    Por:
    Ricardo Otero.


    Imagen TUDN
    Atravesé el sudor y el dolor, no porque el desafío me llamase, sino porque tú me llamaste. Hice todo por ti, porque eso es lo que tú haces cuando alguien te hace sentir tan vivo como tú me has hecho sentir.


    No he dejado de acordarme de la noche del 19 de junio de 2000, cuando los Lakers de Los Angeles remontaron una desventaja de 12 puntos para vencer a los Indiana Pacers en el sexto juego de las Finales de la NBA.

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    La última vez que vi a mi equipo ser campeón había sido 12 años atrás, cuando tenía solo siete de edad. Esa quinteta que encabezaba Earvin ‘Magic’ Johnson me hizo enamorarme del basquetbol, pero no puedo decir que disfruté de esa dinastía de los años 80. Vaya, ni siquiera vi jugar a Kareem-Abdul Jabbar.

    Ese título de 2000 fue el primero que celebré con total uso de razón a mis Lakers. Me apropio de ellos como un aficionado siempre lo hace de su equipo, porque ser fanático de un equipo es un asunto de identidad, de ser parte de una comunidad, aunque esté repartida por todo el mundo.

    Ese y los siguientes cuatro campeonatos que ganaron los Lakers llevan dos nombres como común denominador: Phil Jackson y Kobe Bryant.

    Kobe nunca me conoció, nunca fue consciente de mi existencia y, sin embargo, su muerte me duele como si se tratara de alguien con quien compartí momentos y afectos. Como la de un amigo.

    Él no me vio en mi sillón aquella noche gritar con cada enceste y con esa racha de triples de Derek Fisher, Robert Horry y Rick Fox. Él nunca me vio llorar de felicidad por ver a mi equipo campeón.

    ¿Kobe, mi amigo? Uy, ¡qué más habría querido! Tampoco me vio llorar de felicidad el 13 de abril de 2016 cuando con una actuación de 60 puntos ante el Utah Jazz se le vio por última vez en una duela de la NBA.

    Porque, poco antes, anunció su retiro con un bello poema que inició en su modesta habitación de Philadelphia, cuando encestaba balones formados por calcetines de su padre, y terminó con una ovación de ensueño en el Staples Center tras un embocar el balón contra reloj para ganar un partido.

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    Como tantas veces lo hizo.

    Un poema que, convertido en cortometraje, le hizo ganar un Oscar.

    Un poema que nos mostró de pies a cabeza a todos quienes alguna vez soñamos con ser un deportista profesional. Unos con ganas de encestar el balón en el Great Western Forum, otros con ganas de meter un gol en el Estadio Olímpico Universitario.

    El ídolo es ese amigo que nunca te conoció, pero que cumplió tu sueño.

    Querido basquetbol, gracias por Kobe Bryant.

    Para mi abuela, Magdalena.

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