Me entristeció escuchar los abucheos a la Selección Mexicana en la despedida contra Escocia en el Estadio Azteca. Ese tipo de rechazo visceral al equipo es un fenómeno relativamente nuevo. Durante años, el gran estadio de Tlalpan fue una fortaleza insuperable que protegía a la Selección. Tuvieron que pasar cuatro décadas para que México perdiera en un partido oficial en el Azteca. Eso incluyó, por cierto, dos Mundiales, incontables partidos eliminatorios y hasta una final de Copa Confederaciones. La impresionante estadística no es casualidad ni producto solo de la altura o la contaminación de la capital mexicana. El Estadio Azteca impone porque la pasión del público tiene algo sui géneris. No es la furia argentina ni la fiesta brasileña, pero hay algo abrumador en la manera como el público mexicano alienta a los suyos en uno de los más grandes estadios del planeta. Para muestra, revise el lector la ceremonia de los himnos en alguno de los partidos que ha jugado México en su estadio. Es más: busque en YouTube el canto a cappella de los mexicanos en la grada en el juego contra Bélgica del ’86. Yo estuve en el estadio y, aunque tenía once años, lo recuerdo como si fuera ayer. 120 mil gargantas a 2200 metros de altura no es poca cosa.
Cámara Húngara: La Selección no merecía los abucheos
Nuestro columnista León Krauze analiza la despedida de México en el Estadio Azteca antes de emprender viaje a Rusia 2018.
¿Qué explica la rabia de la afición en el partido contra Escocia? En parte, me temo, se debe al ánimo del país (y no me gusta esa moda de llevar al juego las tensiones políticas y sociales, pero en este caso es inevitable). Para hablar en plata: la gente está irritada, justificadamente enardecida, mexicanamente encabronada. El futbol no escapa de ese enojo: está de moda el reclamo airado y la impaciencia, con todos y contra todos.
También hay, creo, una combinación malsana entre las derrotas dolorosas con Osorio y una suerte de enorme incomprensión del estilo peculiar del técnico. Lo primero es entendible. Es más: cuando Osorio perdió de manera estrepitosa contra Chile, mi argumento para sugerir su salida tuvo que ver precisamente con las secuelas que una derrota de ese calibre deja en la afición. Decía yo entonces que la paliza aquella fracturaría de manera irremediable el vínculo de confianza de los aficionados con Osorio. Humildemente, creo que no me equivoqué: Osorio sigue pagando por las pocas pero enormes indignidades a las que nos ha sometido.
El hartazgo de la afición quizá también tiene que ver con la manera como Osorio ha llevado al equipo. La gente no entiende la obsesión del técnico con el cambio de posiciones o las famosas rotaciones. Sus decisiones exasperan por extrañas y, para muchos, incompresibles. Yo, por ejemplo, me cuento entre los escépticos: nunca he entendido bien a bien para qué sirve alinear a tres porteros distintos o cambiar de un partido a otro a toda la columna vertebral de una selección. Osorio responde ya no trepándose en su burro sino amarrándose con mecate triple al lomo. Eso exaspera; cae mal.
Nada de lo anterior, sin embargo, tiene que ver con lo meramente futbolístico. Es verdad que México ganó apenas por uno a cero, pero nadie con dos dedos de frente puede decir, por ejemplo, que el equipo no produjo llegadas, no planteó un partido con idea o no supo qué hacer con la pelota. El equipo mexicano tiró a gol más de treinta veces y no anotó más goles simplemente porque – y esto no deja de ser grave – no logró atinarle al maldito cuadrito. Pero el equipo hizo un partido redondo, con varias de las piezas que serán claves en Rusia jugando a gran nivel: Herrera, Layún, Lozano, Giovani. Herrera, en particular, me dejó esperanzado. México necesita que el famoso “HH” tenga un torneo histórico porque Osorio depende mucho del mediocentro para que sea el metrónomo del equipo. En suma, al menos contra Escocia, me resultó difícil encontrar motivos para el reclamo airado, mucho menos para la estruendosa desaprobación o, peor todavía, la grosera censura. El equipo de Osorio no merecía irse al Mundial entre abucheos. Hacerlo fue injusto con la Selección e irrespetuoso para el Estadio donde el equipo se despedía. Esas tribunas no están construidas para los abucheos sino para la arenga constante y conmovedora. Es nuestra casa; es una fortaleza, no cualquier gradería de barrio. Hacemos mal en no entenderlo, y mucho más cuando lo que ocurre en la cancha contradice nuestra indignación histérica.