"La gente fue muy respetuosa, tanto la argentina como la británica", declaró ante cámaras y micrófonos Juan Martín del Potro tras vencer en una durísima batalla a Andy Murray en Glasgow, ciudad natal de su contrincante. A pesar de ser visitantes, los aficionados argentinos se hicieron presentes por docenas y no escatimaron en ondear banderas albicelestes y entonar coros de aliento, siempre respetando a la gente local.
¿Cómo hizo Argentina para librarse de gritos ofensivos?
La intolerancia y el odio han bajado considerablemente en el entorno deportivo argentino. El ejemplo, el juego de tenis entre Del Potro y Murray.
Y es que un Gran Bretaña-Argentina en cualquier competencia siempre implicará el explosivo antecedente político-histórico de la soberanía de las islas Falkland/Malvinas. Aunque se trate de tenis, el "deporte blanco", más familiar, el recuerdo de dicha guerra sostenida en los años ochenta pesaba en el aire como si se tratase de un olor a gas que señala una fuga capaz de causar un incendio y quemarlo todo.
Afortunadamente, se confirmó que el estereotipo del hincha argentino (y el británico también) como un barrabrava (o un hooligan) incorregible es un mero estereotipo. La mesura y sensatez reinaron entre ambas aficiones.
Pero no siempre es así. Durante algunos partidos de Argentina en el torneo de baloncesto masculino de los Juegos de Río, sectores de la afición solían cantar ofendiendo a los anfitriones de la justa olímpica. Al paso de dichos excesos salieron los íconos de la "generación dorada" como Manu Ginóbili y Luis Scola, quien declaró:
"[Es] de mal gusto insultar a los brasileños. Festejando siete goles que pasaron hace dos años, en un deporte que ni siquiera es el que estamos jugando; con un país que ni siquiera somos nosotros; la tontería más grande".
No obstante que la falta de respeto, la vulgaridad y la agresión en un estadio siempre serán casi que exclusividad del sector de los violentos, el modo de erradicar esta clase de expresiones es de abajo hacia arriba: es el deportista apoyado, a fin de cuentas el protagonista de la competencia, quien debe expresar públicamente su desaprobación cuando el aficionado se pasa de la raya o su aprobación cuando se comporta a la altura de las circunstancias. Si el deportista guarda silencio o es ambiguo, su silencio y ambigüedad han de interpretarse como complicidad.
Habrá quien sostenga que los casos más radicales de agresión verbal y física, de discriminación e intolerancia, siempre se presentan en el fútbol y por lo tanto sería éste un deporte de gente sin valores. Lo cual equivaldría a estereotipar al fútbol, como se estereotipa a todos los fanáticos argentinos, ingleses o rusos por los excesos de determinados sectores de sus aficiones.
Un grito ofensivo expresado por docenas, cientos o miles surge siempre de un estereotipo -una idea equivocada- que no puede combatirse a través de la creación de otros estereotipos. ¿Cómo hace el deporte argentino para librarse de expresiones así? Delpo, Ginóbili y Scola tienen la respuesta: el deportista, figura pública, debe tener valor cívico para aplaudir lo aplaudible y para condenar lo condenable.