Hace muchos años, antes de que Cruz Azul dejara el Estadio Azteca para jugar en el viejo estadio de la Ciudad de los Deportes a un costado de la Plaza México, escribí un cuento profético. Debe haber sido por ahí de 1993. Por aquellos tiempos editaba yo una pequeña sección de literatura futbolera en una revista que publicaba el periódico El Norte de Monterrey. Creo que se llamaba Señor Futbol, pero puedo equivocarme. El cuento en cuestión narraba la historia de un equipo maldito que, tras años de no alcanzar una final, acudía a la cita definitiva en su estadio contra un rival a modo. La sede de esa final hipotética sería un viejo estadio, testigo de cientos de tardes de frustración para los aficionados del equipo y, crucialmente, para el dueño, un viejo millonario con el único sueño de ver campeones a los suyos.
Cámara Húngara: Adiós al Estadio Azul
León Krauze nos cuenta con gran melancolía sus recuerdos alrededor de la casa del Cruz Azul, el pequeño y enterrado coloso de la Colonia Noche Buena.
En mi cuento, el equipo local emocionaba a su afición con un gol tempranero. Pero el rival no tardaba en empatar y llevar el partido hasta la serie de penales. Y ahí, el local perdía. Dramática e irremediablemente, perdía. El viejo dueño del equipo, solo en su palco, daba la media vuelta y cerraba la puerta por última vez. Al día siguiente, por órdenes suyas y sin previo aviso, el estado comenzaría a ser demolido, única manera de exorcizar la peste de la derrota. Borrón y cuenta nueva absoluto. El dueño del equipo observaba la demolición con ojos cansados. Y aquello no le daba consuelo. En realidad, el derrumbe de las gradas le dolían tanto o más que las derrotas vividas dentro.
No podía yo saber que, un cuarto de siglo después, el estadio de Cruz Azul en efecto dejaría de existir.
Lo primero que habría que decir es que no ha habido ni habrá estadio más hermoso para ver futbol en México que ese enorme hoyo en Insurgentes. Como lo sabe cualquiera que haya tenido el privilegio de asistir a un partido de futbol ahí, el estadio de la Ciudad de los Deportes no está realmente construido. No es un coloso inmenso como el Azteca, rampas y rampas hacia arriba, coronado de luces. Tampoco es un plato para atletismo como la Ciudad Universitaria o una bombonera íntima como el entrañable estadio de Toluca. No: el Estadio Azul era un inmenso y glorioso agujero que, decenas de metros abajo, ocultaba una alfombra verde, uno de los céspedes más perfectos del futbol mexicano y de cualquier otra parte. Era un estadio hecho para ver futbol desde cualquier parte, un coliseo ovalado perfecto. Aunque el pasillo a nivel de calle separaba las dos secciones del estadio, el Azul en realidad no conocía distinciones. Era un estadio de comunidad, de tribu, de futbol. Era un estadio que merecía mejores tardes.
Esto no quiere decir que no las tuvo. ¡Claro que sí! Por desgracia, mi mejor recuerdo en esas tribunas no está pintado de azul, sino de verde. Fue un partido eliminatorio en la era de Menotti. Contra Costa Rica, creo. México regresaba de años de suspensión y frustración. Pero la selección de Menotti no era monedita de oro, sobre todo dentro de la Federación, en la que grupos rivales de directivos se disputaban el control del futbol mexicano. Por eso México no jugaba en el Azteca y se refugiaba, en cambio, en el venerable escenario de Insurgentes. Yo tenía diecisiete años. Recuerdo haber estado ahí, justo en la cintura del estadio, a la altura de un córner. Quizá con mi hermano, seguro con mi padre. Después de tiempos tristes, a México le hacía falta la épica. Y eso fue lo hizo Chepo De la Torre, cuando se puso de portero porque México se había quedado sin cambios. Y así voló para detener un tiro libre, como un superhéroe improbable sobre la cancha del estadio azul-grana. ¡La gloria!
Es una lástima que esa épica no acompañó a Cruz Azul en sus más de dos décadas en el estadio. Me duele decir que, salvo el partido de ida contra el León del ’97, mis recuerdos azules son tristes. Derrotas en finales y semifinales. Volteretas dolorosas, sueños frustrados, cruzazuleadas de último minuto, penales fallados, goles en contra inconcebibles, goles a favor que se escapan como agua.
El ejemplo perfecto fue aquella final contra Pachuca, tan parecida a mi cuento del ’93. Cruz Azul, con la felicidad al alcance, en casa, en una noche que debió haber sido mágica, con el viejo (no tan viejo) Billy Álvarez en el palco, la sidra helada ya y los vestidores con las playeras de campeón listas. Y luego la tragedia: Marco Garcés (críado en casa, para que apriete la cuña) y luego Glaría: imposible, de la nada…y el silencio. Quizá Billy debió haber abandonado el estadio al día siguiente, dejándolo para el olvido, las telarañas y, luego, las máquinas que lo desgajarían como lo hacen hoy. Lo fácil, en el cuento y en la vida real, era maldecir al viejo estadio. Pero él nunca tuvo la culpa. Por eso, a pesar de las tristezas, lamento que se vaya. Imagino ahora que, en los estacionamientos profundos del centro comercial que lo reemplazará, aún se escuchará el grito de la porra, aunque duela. Porque ahí, a fe mía, se jugó futbol.